Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el agente.
—No tiene nombre.
Se acercó un negro pálido, bien vestido.
—Era un coche amarillo —dijo—, amarillo y grande. Nuevo.
—¿Vio usted el accidente? —preguntó el policía.
—No, pero el coche pasó a mi lado en la carretera. Iba a más de sesenta. Iba a ochenta o noventa.
—Venga y dígame su nombre. Ahora, silencio. Quiero apuntar su nombre.
Algunas palabras de la conversación debieron de llegarle a Wilson, que se bamboleaba en la puerta de la oficina, porque de repente un nuevo tema cobró voz entre sus gritos gemebundos.
—¡No hace falta que me diga cómo era el coche! ¡Sé cómo era!
Miré a Tom y vi que se le tensaban bajo la chaqueta los músculos de la espalda. Fue hacia donde estaba Wilson y, deteniéndose ante él, lo cogió con fuerza por los brazos.
—Tiene que sobreponerse —dijo con brusquedad, para tranquilizarlo.
Los ojos de Wilson repararon en Tom. Se levantó sobre la punta de los pies y, si Tom no lo hubiera sujetado, se habría desplomado de rodillas.