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Continué caminando así durante algún tiempo, intentando mitigar, mediante un ejercicio físico violento, la pesada carga que oprimía mi espíritu. Crucé las calles sin saber claramente adónde me dirigía o qué estaba haciendo. Mi corazón palpitaba enfermo de miedo; y me apresuré con pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás,

como aquel que, en un sendero solitario,

hace su camino con temor y miedo,

y habiéndose girado una vez, continúa andando

y no gira más la cabeza,

porque sabe que un terrible demonio

le sigue muy de cerca.

Así continué caminando, hasta que al final llegué frente a la posada en la cual solían parar las diligencias y los carruajes. Allí me detuve, no sabía por qué, pero permanecí algunos minutos con la mirada clavada en un carruaje que venía hacia mí desde el otro extremo de la calle. Cuando estuvo más cerca, observé que era una diligencia suiza; se detuvo justo donde yo me encontraba; y, cuando se abrieron las puertas, vi a Henry Clerval, que bajó rápidamente en cuanto me vio.

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