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Cuando dijo aquello, no pude contener la ira que ardía en mi interior.

—¡Pues claro que me niego! —contesté—, y por nada del mundo conseguirás que acceda a ello. Puedes convertirme en el hombre más desgraciado de la Tierra, pero no conseguirás que me rebaje y me convierta en un ser despreciable ante mí mismo. ¿Es que debo crear otro ser como tú, para que vuestra maldita alianza destruya el mundo? ¡Apártate de mí! Ya te he contestado. Puedes matarme, pero no lo haré.

—Estáis equivocado —replicó—; y, en vez de amenazaros, estoy dispuesto a razonar con vos. Soy malvado porque soy desgraciado. ¿O no me desprecia y me odia toda la humanidad? Vos, mi creador, me destrozaríais en mil pedazos y os preciaríais de semejante triunfo. Recordad eso… y decidme por qué debería apiadarme de un hombre que no tiene piedad de mí. Si me arrojaseis a una de esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo, obra de vuestras propias manos, ni siquiera lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a un hombre que me condena? Mejor será que convivamos y colaboremos amablemente, y, en vez de daños, derramaría sobre vos todos los beneficios imaginables, con lágrimas de gratitud. Pero eso no puede ser; las emociones humanas son barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero no me someteré como un esclavo abyecto. Vengaré mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo supremo, porque sois mi creador, os he jurado odio eterno. Me esforzaré en destruiros, y no daré por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro corazón y maldigáis la hora de vuestro nacimiento.

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