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Después de estar algunos meses en Londres, recibimos una carta de una persona que vivía en Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra. Mencionó las bellezas de su país natal y nos preguntó si aquello no tenía encanto suficiente para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia el norte, hasta Perth, donde vivía. Clerval, entusiasmado, deseaba aceptar aquella invitación; y yo, aunque detestaba cualquier relación con otras personas, deseaba volver a ver montañas y torrentes y todas las maravillosas obras que la naturaleza dispone en sus rincones favoritos. Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero; así que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente. En aquel periplo no teníamos intención de ir por el camino real de Edimburgo, sino visitar Windsor, Oxford, Matlock, y los lagos de Cumberland, de modo que alcanzaríamos el punto final de este viaje hacia finales de julio. Empaqueté mi instrumental químico y los materiales que había recabado, y decidí completar los trabajos en algún rincón apartado, en el campo.

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