Читать книгу Almas andariegas. Etnografías del poder, la memoria y la salud entre los aymaras del norte de Chile онлайн
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Por último, este trabajo surge del encuentro con la etnopsiquiatría clínica y crítica desarrollada en los Centros Devereux de París y en el Centro Frantz Fanon, de Turín. Nacida del diálogo entre psicoanálisis, antropología y estudios poscoloniales, la etnopsiquiatría es representada por los dos autores que dan nombre a estos centros: George Devereux y Frantz Fanon. Sin encontrar una definición única y concordada, para mí, la etnopsiquiatría es un llamado intelectual y técnico a descolonizar las ciencias de la psique. Este llamado surge, en primer lugar, como un intento intelectual de responder a las intersecciones transdisciplinarias que plantea Devereux y que se encarnan en su propia biografía de físico, pianista, lingüista, psicoanalista y antropólogo; emigrado húngaro, alemán, judío, que pasa buena parte de su vida en Estados Unidos, para luego morir en París. A este intento intelectual se une la radicalidad del llamado de Fanon a reconocer el efecto que la historia colonial ha dejado en el conocimiento médico y psiquiátrico, entendiendo que las formas de clasificación y tratamiento del desorden, el mal y la locura, son ejercicios políticos de reproducción de una subalternidad racializada bajo un discurso científico (Fanon, 1964, 1965). Bajo estas premisas, la etnopsiquiatría trabaja hoy en la elaboración de una clínica mestiza, una clínica capaz de atender, acoger y tratar, haciendo uso de los distintos horizontes de significado de los usuarios, la crisis y el dolor subjetivo que a menudo encierra la migración (Nathan, 2003). Más allá del enorme y riquísimo debate sobre la pertinencia de crear una clínica específica para migrantes, que desde un cierto punto de vista no hace otra cosa que reproducir los peligrosos círculos de la etnificación de la violencia y sus efectos en la vida –psíquica– de las personas (Fassin, 2000b; Butler, 1997), el encuentro con la etnopsiquiatría implicó para mí, como antropóloga, asumir el desafío de tomar posición respecto a la pregunta sobre el lugar de la cultura en los procesos terapéuticos: en la emergencia y clasificación de las enfermedades, en la elaboración de una nosología, en el efecto de dar un nombre a los síntomas y diagnósticos, y de orientar el trabajo terapéutico. ¿Es posible que la antropología diga tan poco respecto a la universalidad con la que se aplican los diagnósticos psiquiátricos? ¿Es posible que restrinjamos nuestra labor a relativizar la hegemonía de los criterios diagnósticos creados en Occidente, sin que en efecto produzcamos ninguna transformación de su masificación? Como antropóloga médica, familiarizada con el estudio de las políticas de las democracias neoliberales para la gestión de la salud indígena (Carreño et al., 2007; Carreño, 2007; Carreño y Freddi, 2020), no podía restarme de las provocaciones que la etnopsiquiatría está produciendo al interior de los círculos psiquiátricos, psicológicos y antropológicos. Menos podía hacerlo si consideraba que la salud mental de los pueblos indígenas es una de las dimensiones más negadas y menos estudiadas de nuestra propia disciplina, con las evidentes consecuencias políticas que esa ausencia genera.