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El hombre tosió en su puño y recordó la última vez que había volado. Habían pasado casi diez años. Su hija menor y el marido de ésta, un actor en apuros, les habían llevado a él y a su mujer a Los Ángeles para que estuvieran presentes en el nacimiento de su primer hijo, su cuarto nieto, pero la primera niña. Maya había llegado al mundo chillando y, al menos por las llamadas telefónicas semanales que mantenía con su madre, parecía que no había dejado de hacerlo. Se rió para sus adentros al pensar en ello e inmediatamente sintió que se le llenaban los ojos. Parpadeó y giró la fina banda de oro de su dedo anular. Su mente se volvió hacia su Rosa. Cincuenta y dos años juntos.

Volvió a picar y sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarse la boca. Después de doblar el paño blanco formando un cuidadoso cuadrado, volvió a comprobar su reloj, tanteó el teléfono inteligente que tenía en el regazo, lo miró para confirmar que las coordenadas eran correctas y pulsó ENVIAR. A continuación, Angelo Calvaruso se sentó, cerró los ojos y se relajó, completamente relajado, por primera vez en semanas.

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