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Esta misma perspectiva de la historia es evidente también en el libro de Daniel. Aquí, la historia comienza con la primera conquista de Jerusalén por Nabucodonosor. Ese giro de eventos debió haber parecido desastroso a muchos de los judíos que vivían en Jerusalén en ese tiempo. Sin embargo, detrás de todo, Dios estaba obrando sus propios propósitos. El Señor permitió la conquista de Judá y Jerusalén porque la nación estaba bajo el liderazgo de Joaquín, un rey perverso y rebelde, y porque la sociedad estaba moralmente corrompida. Aún en la tragedia de la conquista, sin embargo, Dios sacó algo bueno de lo malo. Sus siervos —Daniel y sus amigos— fueron llevados a circunstancias donde pudieron testificar en una forma tal que se extendió más allá de su pequeño círculo familiar en Judá. Se convirtieron en testigos del Dios verdadero entre todos los cortesanos de Babilonia y delante del monarca más poderoso de ese tiempo. Dios entregó a Joaquín en la mano de Nabucodonosor, pero también le dio gracia a Daniel y sus amigos ante ese mismo rey. Así, en los sucesos personales y nacionales de la época, podemos ver la mano de Dios en acción. Y siendo que tenemos la palabra inspirada del profeta Daniel quien observó dichas acciones y a quien le fue dada información del cielo acerca de ellas, podemos ver con toda claridad la intervención de Dios en estas circunstancias humanas.

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