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Aunque mientras los construimos se convierten en ejercicios obsesivos, cualquier aficionado a los rompecabezas sabe que lo que reconforta en ellos es la certeza de que los fragmentos van a acabar encajando. Cuando adquirimos uno no estamos comprando una caja con trozos de cartón pintados, sino la fantasía de un orden. La garantía de que al final todo va a tener sentido porque habrá un lugar en el que ajuste cada una de las piezas.

Menciono la metáfora del puzzle (a diferencia de la mayoría de anglicismos, puzzle es una palabra bastante bonita) porque las seguridades con las que ordenamos nuestra existencia -las cosas que nos creemos- se parecen mucho a esos montoncitos de pedazos de algo destinados a ser armados (en los dos sentidos) para construir una imagen.

Piezas que no encajan pretende mostrar lo contrario; que en la vida real (sea eso lo que sea -pero no es virtual-) las cosas no suceden así y el único lugar ordenado es el cementerio.

Piezas imposibles y piezas problemáticas

A poco que uno se fije, se percata de que estamos cercados por historias incomprensibles vistas desde el cuento que nos hemos contado. Basta con tomar algo de distancia y mirarlas de cerca -qué paradoja-. Son piezas imposibles. Viven con nosotros, pero a menudo no las vemos. Y no encajan.

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