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Cuando nació José María -el futuro Padre Tuñón-, Ceferino (o Zeferino -no sé la razón por la que en varios textos la primera letra de su nombre aparece sustituida por la ´z´-) contaba ya 39 años. Era de 1831.

Ceferino presta hoy su nombre a una calle importante de Oviedo, no lejos de las Salesas, la calle Uría y el Campo de San Francisco. Y es que con los años el chico de Laviana llegó a convertirse en uno de los principales filósofos españoles del XIX.

Como la de muchos de sus paisanos, su carrera intelectual arranca con el ingreso en el convento de los dominicos de Ocaña. Llegó allí con apenas 13 años.

El convento de Santo Domingo de Guzmán le va a marcar de por vida, y a partir de él Ceferino estudiará hasta convertirse en un experto en tomismo (el pensamiento de Santo Tomás de Aquino -claro, otro dominico-).

En 1849 la orden lo envió como misionero a Manila. Un viaje larguísimo -más en aquella época, a él le llevó ocho meses-. Un siglo más tarde Ernesto Giménez Caballero reivindicará la presencia española en Filipinas como parte esencial de la Unidad de Destino en lo Universal.

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