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Algunos de los que persiguen reformas en la práctica política sustentan sus propuestas en el «principio de autonomía», entendido como una noción según la cual las personas podrían llevar adelante sus proyectos como agentes libres e iguales, sin interferencias, participando en los debates y en las deliberaciones sobre una base de igualdad y libertad, pero aceptando que es necesaria una «frontera de la libertad» que no debe ser nunca rebasada. Esta concepción propone la creación de instituciones democráticas diferentes de las que nos ofrece la práctica cotidiana en las democracias liberales capitalistas. En otras palabras, la aplicación del principio de autonomía lleva a repensar los límites de la acción del Estado y de la sociedad civil.

Son tan variadas las propuestas específicas que promueven esos movimientos de reforma que aquí es imposible enumerarlas; lo que sí se puede decir es que se caracterizan por amplios y ligados derechos sociales y económicos, preocupación por las cuestiones distributivas y de justicia social incompatibles con los derechos de las grandes corporaciones y los grupos de poder fáctico. Proponen, por ejemplo, un modelo de «autonomía democrática» que busca preservar el ideal del ciudadano informado y activo que tenga opinión y decisión sobre materias vinculadas a la vida económica y laboral, propiedad productiva y financiera, aliviando la condición de los menos favorecidos. Creen que «la precariedad del gobierno en las circunstancias actuales está ligada tanto a los límites del poder del Estado, en el contexto de condiciones nacionales e internacionales, como al carácter remoto, a la desconfianza y escepticismo que se expresan acerca de los arreglos institucionales existentes, incluyendo la eficacia de la democracia parlamentaria»97.

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