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En cuanto a lo religioso, los aborígenes eran politeístas; en cambio, los españoles, monoteístas, y no aceptaban ningún tipo de sacrificio que fuera a “otros dioses”, y menos sacrificios humanos, que sí eran admitidos por los aztecas.

Entonces sucedió algo imprevisto, una gracia inesperada, de las que es rica la historia de la Iglesia: la aparición de la Virgen María a un indio, Juan Diego.

A partir de este hecho, que se reconoce como el acontecimiento guadalupano, todos los historiadores coinciden en decir que nació un nuevo pueblo. Fueron miles las conversiones al cristianismo que sucedieron luego del milagro. Los misioneros llegaron a decir que se les cansaba el brazo de tanto bautizar.

Tal vez no podemos conocer los designios de Dios en profundidad, pero el acontecimiento guadalupano, de alguna manera, impidió que sucediera una masacre humana ante el encuentro que se produjo entre los indígenas, habitantes originarios, y los blancos recientemente llegados.

Según René Laurentin, los historiadores no cristianos consideran que Guadalupe es la base de la cultura y de la civilización mestiza del nuevo mundo: el continente católico en donde reside la mitad de los bautizados de la Iglesia romana.1

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