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El cuarto de mi abuelo fue cerrado con candado para evitar que familiares sacaran las pocas pertenencias que otros aún no se habían llevado; muchas lo caracterizaban: su chamarra verde olivo, suéteres de cuello redondo, varios pares de tenis blancos que mis tíos le mandaron hace años desde Estados Unidos, gorras de equipos de beisbol y una pipa que nunca usaba. Sobre su buró permanecen un reloj roto, su peine granate, el silbato de cuando era cartero en el pueblo, una fotografía de mi abuela joven donde se le ve muy seria, con la frente tensa y una sonrisa conciliadora. En el cajón de ese buró hay cartas de mi abuela; postales de cuando tres tíos, en momentos distintos, acababan de cruzar el desierto y escribían para decir que estaban bien, que allá en el norte todo era diferente, sí había trabajo, y en cuanto pudiesen mandarían un poco de dinero; fotografías de mis siete tíos y tías juntos antes de preocuparse por ayudar a la economía familiar yéndose de inmigrantes, antes de las peleas que sucedieron a la muerte de mi abuela en un accidente automovilístico, de cuando eran niños y sus rasgos se confundían. Hay una fotografía de cuando mis dos abuelos llegaron a Acuitzio sin nada más que una maleta —abrazados—, y otra donde está mi madre en el patio de esa casa y sonríe porque sostiene un guajolote en sus brazos y se puede intuir una alegría imprevista; de todo lo perdido ya, pero que nadie podrá robar porque los gestos y muecas son herencias que en su momento no reconocemos.

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