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Cuando mi abuelo murió yo acompañé su cuerpo, en el coche fúnebre, de Morelia al pueblo para enterrarlo al lado de mi abuela. Lo velaron en esa misma casa donde la familia se reunía cada fin de año. Y donde varias veces, por falta de espacio, yo dormía en el mismo cuarto que él y lo escuchaba roncar y me provocaba insomnio. Por ello sé que las noches son más oscuras en los pueblos, pero también que las estrellas son más nítidas.

En el cuarto de mi abuelo hay una fotografía colgada donde se le ve trabajando en su máquina de escribir, detrás de un escritorio del Servicio Postal. Lleva lentes y una sonrisa a medio trazar, propia de cuando lo interrumpían. Desde hace años ésa es la imagen que me gusta evocar cuando me acuerdo de él; no la última que tuve de su cuerpo. Hace poco mi madre me envió por celular una fotografía que recién le había tomado uno de sus compañeros en el trabajo: ella sonríe complaciente, trabaja en una computadora y está sentada detrás de su escritorio en la agencia de viajes. Me sorprendí al ver esta imagen superpuesta a la fotografía de mi abuelo, no porque la estructura de las tomas fuera parecida —que sí lo era—, sino porque los dos tenían la misma expresión. Y ella diciéndome tantas veces que no se parecía en nada a su padre.

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