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El régimen perfecto de los libertarios es aquel en que el Estado ya no existe, o sólo existe en su mínima expresión, preferirán decir ellos. La democracia electoral no desaparece por completo, pero cada quien es libre de emplear todos los medios necesarios —y en particular todo el dinero— para la defensa de sus intereses. Una vez “electo”, el gobierno sólo existe para garantizar su no intervención, pues su único objetivo es la salvaguarda de todas las “libertades”: la libertad de tener éxito —reducida a una mera cuestión de voluntad— y la de fracasar. También, la libertad de un gigante del tabaco, digamos Philip Morris, para financiar a la vez a la CDU, la CSU, el FDP y el SPD, sin importar que Alemania y Bulgaria sean los únicos países de Europa donde aún se discute la posibilidad de prohibir la publicidad de tabaco.

El régimen libertario, desde este punto de vista, es perfectamente oligárquico. Es cierto que en teoría nadie manda, pero en los hechos es inevitable que lo haga una minoría: la minoría de los más ricos, pero inteligentes (y, por lo tanto, merecedores); se podría hablar de “plutotecnocracia”.20 La mayoría tiene que conformarse con uno o dos euros anuales de financiamiento público a los partidos políticos, y eso sólo donde esas subvenciones hayan sobrevivido a los repetidos ataques que han sufrido en los últimos años a manos de los populistas que arremeten contra los políticos y los conservadores que arremeten contra el Estado.

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