Читать книгу Cosas que no creeríais. Una vindicación del cine clásico norteamericano онлайн

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Una novia en cada puerto fue la película en la que el cineasta austriaco Georg Wilhelm Pabst, que andaba buscando protagonista para La caja de Pandora, descubrió a Brooks. Entendió que esa especie de poder de involuntaria irradiación sexual de su personaje, exento de dramatismo impostado y no necesariamente determinado por una trayectoria enjuiciable desde un punto de vista moral, se adecuaba a su visión de Lulú, la protagonista de la obra de teatro de Frank Wedekind que se proponía llevar a la pantalla. Brooks, que acababa de terminar entonces el rodaje de la ya mencionada The Canary Murder Case y esperaba una renovación de su contrato con Paramount, se sintió decepcionada al no recibir la subida de sueldo que esperaba y decidió dejar el estudio, lo que le permitió aceptar la oferta de Pabst.

El austriaco, decíamos, no se engañaba respecto a lo que esperaba de su actriz. En cierta escena en la que ésta debía aparecer envuelta en un grueso albornoz, cuenta Brooks que el director le ordenó que no llevara ropa interior debajo. Retóricamente, la actriz preguntó quién se iba a dar cuenta; “Lederer”, respondió Pabst, refiriéndose al actor que iba a rodar la escena con ella (Brooks, 103). Era su manera de entender al controvertido personaje de Wedekind; pero también un modo de entender la interpretación cinematográfica en general, a la que los actores no debían aportar su propia reelaboración de los personajes, concebida como interiorización de sus motivos y asunción del repertorio gestual correspondiente, sino simplemente su presencia y sus reacciones a la situación que en ese momento se estaba viviendo en el estudio, convenientemente orquestada por el director. En ese aspecto, su idea de cómo dirigir a los actores no estaba muy lejos de la de Hitchcock, que también les asignaba un papel meramente instrumental —“los actores son ganado” (Truffaut, 118)—. La pasividad de Brooks, su condición de mero catalizador involuntario de las pulsiones sexuales que confluían en ella, convenía al propósito de Pabst, que había visto en la obra de Wedekind, no sólo un espejo de la hipócrita moral sexual burguesa, sino sobre todo una trágica visión del comportamiento humano dominado por los instintos. En su trayectoria, Lulú llega a cometer un ambiguo asesinato, en el que más bien sirve de instrumento al impulso suicida de uno de sus desesperados amantes; pero esa imposibilidad de definir en términos absolutos su grado de responsabilidad moral en las acciones que desencadena es un rasgo definitorio de toda su trayectoria. Sólo en dos momentos de la misma el personaje parece renunciar a su pasividad. Lulú ama, ante todo, su libertad, y de ahí que uno de sus actos más decididos y desesperados sea su intento de escapar de los lazos de un proxeneta egipcio al que han pretendido “venderla” sus compinches. Y esa misma aspiración a la libertad es lo que inspira el arrebatado final de la película, en la que la chica, forzada por hambre a la prostitución en las calles de Londres, consiente finalmente en entregarse a un transeúnte a pesar de que éste no tiene dinero para pagarle. Previamente, hemos sido informados de que la policía londinense busca a un peligroso asesino de mujeres —un trasunto del conocido “Jack el Destripador”—; y no nos extraña, por tanto, que este anónimo acompañante en el único acto de “amor” desinteresado que cabe imputar a Lulú resulte ser ese asesino; y que éste, conmovido también por el acto de ternura del que es objeto, intente en vano resistirse a su pulsión criminal, finalmente desencadenada por la presencia de un cuchillo en la mesa de la mísera habitación donde se consuma el encuentro.


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