Читать книгу Noche sobre América. Cine de terror después del 11-S онлайн

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El conocimiento prohibido del terror realista no atañe a los confines del cosmos racional, sino a las tinieblas morales de nuestro interior. Tal como plantea Freeland a propósito de Henry, la clave del terror realista —en realidad en todo el género— no es sólo de índole epistemológica, sino sobre todo moral. La transgresión última del monstruo no es que sea cabezón, paticorto y de piel correosa —he ahí el simpático extraterrestre de Steven Spielberg—, sino que sus acciones son contrarias al orden moral del ser humano. Al fin y al cabo, para infligir sufrimiento no se precisa una mantis gigantesca o un mutante cavernario; nos bastamos a nosotros mismos.

Es precisamente el énfasis en la perversidad moral del asesino y de sus crímenes lo que nos permite establecer una distancia entre thrillers como Zodiac (David Fincher, 2007) o Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, Niels Arden Oplev, 2009) y filmes de terror como Wolf Creek (Greg McLean, 2005) o The Human Centipede (Tom Six, 2009). Mientras que en los thrillers la trama se centra en el proceso de investigación que lleva al desvelamiento de la identidad del asesino, en el terror, la trama se focaliza en el sufrimiento de las víctimas o el desquiciamiento del matarifessss1, en los extremos de perversión y dolor, en las cimas de la angustia y la tortura. El espectador del thriller sigue las pesquisas del periodista o el detective con el fin de resolver un puzzle de crímenes; en cambio, quien asiste a un filme de horror sobre asesinos explora sus propios límites de tolerancia a la maldad, la violencia y el padecimiento. El saber prohibido que define a nuestro género se revela aquí como una búsqueda en las cloacas más oscuras de nuestro interior. Sin embargo, sean maníacos, dementes o vampiros, hemos de tener presente que si nos encontramos con engendros de tal calaña no es sino porque nosotros mismos, como espectadores, así lo hemos buscado. A menudo es el error o la ignorancia la que lleva a los viajeros más allá de las fronteras de lo atávico, pero no hay equivocación ni desconocimiento alguno cuando entramos por nuestro propio pie el cine. Ninguno de los personajes de La guerra de los mundos (War of the Worlds, Steven Spielberg, 2005) desea que su mundo sea colonizado por los invasores de Marte y su cizaña carmesí. Sin embargo, en nosotros sí que existe una pulsión por ver el derrumbamiento de las categorías que sustentan nuestra concepción del mundo, y es aquí donde —inevitablemente— se cruzan los caminos del terror y la ideología.


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