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Con ocasión de ese suceso, empecé a contemplar la idea de no volver a escribir. Siempre hubo algo de aterrador en aquel pensamiento. A pesar de ello, una decisión debía tomarse. Los argumentos personales se inclinaban porque el hurto fuese total y mandara bajo tierra cualquier intento de escribir poesía otra vez. No obstante, empecé a sentir una extraña sensación, como si alguien o algo, pacientemente, estuviese aguardando por mí. Mi instinto tenía razón. Ese sábado, esa tarde, mientras me encontraba cumpliendo una antigua obligación (organizar la biblioteca), me topé de frente con una carpeta ignorada. ¡Vaya sorpresa! En su interior yacían unos versos y sonetos enmarañados y resignados al olvido o al encuentro. Estos aún conservaban mis garabatos y anotaciones. Incluso varios de aquellos hurtados estaban ahí, en versiones toscas.

En ese momento, comprendí que los poemas fueron y no fueron robados. Entendí, a su vez, que la naturaleza de la poesía está entre el capricho y la sabiduría, puesto que es ella la que escoge de quién es. De ahí que sea de quien la escribe, de quien la lee, de quien la siente, de quien la vive y hasta de quien la hurta. Al mismo tiempo, que solamente ella sabe cómo y cuándo aparecer: en manuscritos, en un libro, en una conversación, en una mirada, en una sonrisa; inclusive, en algo tan cotidiano como organizar una biblioteca. Y acepté que tengo una obligación con ella y, conforme me enseñaron en la facultad de derecho, las obligaciones son para cumplirlas, más si son naturales… y caprichosas.

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