Читать книгу Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile онлайн

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A nuestro entender, el período transcurrido entre 1918 y 1938 correspondió a un parteaguas, en el cual se discutió el proyecto país, programa en el cual no hubo consenso, sino profundas discrepancias. Aun cuando nadie dudaba de la necesidad de legislación social, nunca hubo acuerdo respecto de sus alcances y límites, pues la presión de los trabajadores y sus portavoces partidarios/políticos fueron definidos como subversión, impulsada por agitadores. Considerando que las leyes sociales y los derechos políticos suponían alterar la institucionalidad, la evaluación oligárquica –trasmutando en derecha– fue que la subversión se filtraba por esa institucionalidad, extremadamente garantista, «liberrísima», en su expresión, por lo que ella debía cercenar las libertades que la hacían posible: de opinión y de reunión, ampliamente utilizadas por el movimiento obrero. Por eso, la reforma socio-política estuvo vinculada a la discusión acerca del Estado de Derecho, no solo en temas de ampliación ciudadana, sino referida a los instrumentos coercitivos del estado que permitieran dominar el cambio. Nuestro planteamiento es que la transición entre un orden plenamente oligárquico y otro más plural implicó el paso entre la masacre como modo de resolución del conflicto y formas coercitivas estatales, que ampliaron sus capacidades de vigilancia y de información respecto de la población en general y también de represión física y legal contra los elementos más disruptivos, los «agitadores» y «subversivos». Ello supuso la organización y centralización de las funciones policiales y de inteligencia, y la sanción de normas que tipificaron como delitos garantías consagradas por la Constitución: los decretos-leyes y leyes de Seguridad Interior del Estado, como las Zonas de Emergencia, donde las libertades de opinión y de reunión, garantizadas por la Constitución, fueron puestas en tela de juicio y susceptibles de suspender. El período de supuesto restablecimiento democrático bajo el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma (1932-1938) estuvo plagado de detenciones de dirigentes de izquierda y sindicales, a quienes se aplicaba reiteradamente el DL 50, que suspendía los derechos civiles y políticos, y que definió como enemigos de la República a quienes propagaran doctrinas que tendieran, por medio de la violencia, a destruir el orden social, la organización política del estado o sus instituciones. En la práctica, su aplicación no requería de actos de violencia reales ni de propuestas en tal sentido. La militancia se volvió una experiencia empapada de coerción. El avance de la izquierda fue producto de su éxito electoral y su capacidad, a pesar de todo, de fortalecerse en las bases laborales y de unirse, a mediados de la década, en una alianza sindical y política que tenía como uno de sus núcleos más importantes el respeto a las garantías constitucionales, las libertades de opinión y de reunión y organización5.


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