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DIARIO, 24 de agosto del 2015 (noche)

Ese chico era yo. ¿Hablaba con malvivientes en terrenos baldíos? ¿Les contaba historias a las lápidas en los camposantos, a medianoche? ¿Marchaba por las calles de Lima con una brújula cuya aguja siempre me apuntaba al corazón? Nada de eso. Era callado. Había enseñado Literatura al salir de la universidad, en academias preuniversitarias, pero desde hacía unos meses era fotógrafo en un periódico y por las noches iba a talleres de cine, en uno de los cuales conocí a Ariadna. Mis padres habían muerto dos años antes.

SIGUE LA LIBRETA 2. Octubre de 1992

… Cuando veo a George, la manera en que reclina la cabeza sobre el hombro derecho y mira los hielos en su vaso de whiskey me produce la certeza de que entre su gorro de beisbolista y el vaso hay un diálogo que le interesa más que las cosas que ocurren a su alrededor. ¿Me demoro en notar que su filmadora, sobre la mesa, está encendida? No, me doy cuenta de inmediato. En ese momento, no sé por qué (no me pregunten por qué), yo, que también traigo una filmadora (vengo del taller), interpreto la suya como un desafío. Quizás es su pinta de americano sucio −aunque George no está sucio, nunca está sucio, sino apenas desalineado− lo que me sumerge en la atmósfera de un viejo western. El asunto es que de inmediato enciendo mi cámara como si desenfundara un revólver. Él se da cuenta, sonríe, es la primera imagen suya que grabo...


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