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Los dos hombres están solos en la calle, Ariadna ante el espejo, probándose un vestido negro que rápidamente reemplaza por uno amarillo, del color de las flores en su mesa de noche. Coge una de las flores y se la pone detrás de la oreja pero el detalle le parece excesivo y vuelve a probarse el vestido negro y lo descarta y finalmente elige el amarillo. George y Rainer siguen ante la casona incendiada, que parece escrutarlos desde lo alto de la escalinata. Parece una casa de mi ciudad, una casa de Dresden, hace mil años, dice el anciano, de pronto, mirando la puerta, sin que George haya dado señales de querer conversar con él. (¿Esto lo irrita, lo intranquiliza?). Es como si alguien hubiera puesto aquí, a unos metros de mi casa, una casona de la ciudad de la que me fui hace mil años, para que no pueda olvidarme del pasado, dice Rainer: así lucían las casas de Dresden al final de la guerra. Antes la veía y me daban ganas de entrar. Porque a veces dan ganas de recordar las cosas más terribles. Es como un vértigo.