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No pueden leerse a San Justino, San Clemente de Alejandría, ni a ninguno de los padres griegos, sin advertir cuán instruidos estaban en las obras de Platón. San Agustín mismo[3] dice: «Puesto que Dios, como Platón lo repite sin cesar (esto supone una lectura muy asidua), tenía en su inteligencia eterna, con el modelo del universo, los ejemplares de todos los animales, ¿cómo podría dejar de formar todas las cosas?». Quidquid a Platone dicitur vivit in Agustino («Todo lo que dijo Platón vive en San Agustín»), se decía.
Si de aquí pasamos a la época del Renacimiento, una nueva gloria se prepara para Platón. Sus obras, desconocidas en el Occidente, aparecieron traducidas por el humanista Marsilio Ficino[4] y el reformador calvinista Jean de Serres,[5] y desde entonces su lectura se hizo general entre los hombres de letras; y aunque posteriormente se lamentaba el abate (Claude) Fleury,[6] de que no eran tan estudiadas las obras de Platón como lo reclamaba el amor a la ciencia, es lo cierto que eran generalmente conocidas en toda Europa, y que Leibniz, que advertía las tendencias espiritualistas que iban determinando entre los sabios, decía: «Si alguno llegase a reducir a sistema la doctrina de Platón, haría un gran servicio al género humano».[7] No fue extraña España a este movimiento, y si bien se dio la preferencia a las obras de Aristóteles como sucedía en el resto de Europa, llegando a veintidós Lógicas las que se publicaron en los siglos XVI y XVII en nuestro país sobre la base del Organum de Aristóteles, también aparecieron una traducción latina concordante de Platón y de Aristóteles en el Timeo, en el Fedón y en los libros de la República, debida a la pluma del erudito y filósofo Sebastian Foxio, (Fox o Foxius)[8] y una traducción en lengua castellana del Crátilo y de Gorgias por el humanista Pedro Simón Abril; indicaciones harto evidentes del espíritu místico o neoplatónico que se infiltró en nuestros sabios en los siglos que siguieron al Renacimiento.