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—Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.

—En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido, como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno, por rico, por noble que sea, no le dan oídos, y lo que es más, se burlan de él, le silban, y hasta llega el caso de hacer un ruido espantoso para que se retire, si antes no lo cogen los ujieres y lo echan fuera por orden de los senadores. Así se conduce el pueblo en todas las cosas que dependen de las artes. Pero siempre que se delibera sobre la organización de la república, entonces se escucha indiferentemente a todo el mundo. Veis al albañil, al aserrador, al zapatero, al mercader, al patrón de buque, al pobre, al rico, al noble, al plebeyo, levantarse para dar sus pareceres, y no se lleva a mal; nadie hace ruido como en las otras ocasiones, y a nadie se le echa en cara que se injiera[8] en dar consejos sobre cosas que ni ha aprendido, ni ha tenido maestros que se las hayan enseñado; prueba evidente, de que todos los atenienses creen que la política no puede ser enseñada.

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