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—Estoy persuadido —dijo Protágoras— de que eso es lo que responderían casi todos.

—«Arruinando vuestra salud», añadiría yo, «¿no os producen algún dolor como la pobreza misma?» Yo creo que en esto convendrían.

—Sin duda —dijo Protágoras.

—¿Os parece, amigos míos, como ya dijimos Protágoras y yo, que estos placeres no os parecen malos sino porque concluyen por el dolor y os privan de otros placeres? No dejarían de confesar esto.

Protágoras convino conmigo.

—Pero —continué yo—, si nosotros ahora les presentásemos la cuestión contraria, diciéndoles: amigos míos, ¿cuando decís que ciertas cosas desagradables son buenas, cómo lo entendéis?, ¿os referís, por ejemplo, a los ejercicios del cuerpo, a la guerra, a las curas que los médicos hacen por medio de los instrumentos, de los purgantes y de la dieta?, ¿decís que estas cosas son buenas, pero desagradables? Ellos convendrían en esto.

—Sin dificultad.

—¿Por qué las llamáis buenas? ¿Es porque en el acto de su aplicación os causan terribles dolores y penas infinitas? ¿O bien porque producen después la salud y la buena constitución del cuerpo, la salubridad de las ciudades, la fuerza y la riqueza de ciertos estados? Ellos no dudarían en confesarlo.

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