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HIPIAS. —Me parece, Sócrates, que esta vez has descubierto lo bello.
SÓCRATES. —¿Pero las bellas leyes, las bellas instituciones son bellas porque agradan a los ojos y a los oídos, o por alguna otra belleza?
HIPIAS. —Eso podría muy bien suceder, pero esta dificultad la ignorará nuestro hombre.
SÓCRATES. —¡Por el Perro!, Hipias, no se ocultará a un hombre de quien recibo lecciones cuantas veces se me escapa hablar indebidamente o dar prueba de mi ignorancia, creyendo decir una verdad.
HIPIAS. —¿De quién hablas?
SÓCRATES. —De Sócrates, hijo de Sofronisco, que no permitiría sentar ligeramente esta proposición, ni tampoco creer que sé yo una cosa, que no sé.
HIPIAS. —Por lo que toca a las leyes, también creo yo, de acuerdo con tu dictamen, que ya manifestaste, que su belleza es muy distinta.
SÓCRATES. —Despacito, Hipias; me parece que estamos ya en la misma dificultad en que estábamos antes, cuando creíamos haber descubierto la naturaleza de lo bello.
HIPIAS. —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —Te diré mi parecer, si es que puedo dar consejos. Podría suceder, que las sensaciones del ojo y del oído no sean extrañas a la belleza de las leyes y de las instituciones; pero no hablemos más de las leyes y supongamos que el placer que se recibe por la vista y el oído es lo bello que buscamos. Si el hombre que tantas veces te he citado, u otro cualquiera, nos pregunta: «¿De dónde nace, Hipias y Sócrates, que dais el nombre de bello a lo que es agradable a los ojos y a los oídos, y que rehusáis este mismo nombre a lo que es agradable a los demás sentidos, al vino, a las viandas, y al placer del amor? ¿Consiste en que no los encontráis agradables, porque creéis que el verdadero placer se encuentra solo en los placeres de la vista y del oído?» ¿Qué responderemos, Hipias?