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Con todo, tal expresión parece inadecuada para describir el estado de la mente de un estudiante a quien, después de una ardua argumentación, le ha sido revelada la verdad. Pero la verdad es variada; la verdad viene a nosotros en diferentes disfraces; no es sólo con el intelecto con lo que la percibimos. Es una noche de invierno; las mesas están puestas en casa de Agatón; una muchacha está tocando la flauta; Sócrates se ha lavado y se ha puesto unas sandalias; se ha parado en la entrada; rehúsa moverse cuando mandan a buscarlo. Ahora Sócrates ha acabado; se está burlando de Alcibíades; Alcibíades coge una cinta y la ata alrededor de «la cabeza de este admirable camarada…[2] Pues él no se preocupa por la mera hermosura, sino que desprecia más de lo que nadie se puede imaginar todas las posesiones externas, ya sea la hermosura o la riqueza o la gloria, o cualquier otra cosa por la que la multitud felicita a su poseedor. Considera que estas cosas, y nosotros que las honramos, no somos nada, y vive entre hombres, haciendo de todos los objetos de su admiración, los juguetes de su ironía. Pero yo ignoro si alguno de ustedes ha visto alguna vez las divinas imágenes que hay dentro, cuando se le ha abierto y va en serio. Yo las he visto, y son tan sumamente bellas, tan áureas, divinas y maravillosas que cada cosa que Sócrates manda sin duda se debería obedecer, incluso como a la voz de un Dios».[3]