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Sócrates, sin embargo, no se detiene aquí. De repente vuelve en sí, como quien sale de un sueño, y reconoce que ser amigo de lo bueno es amar lo que es útil, es decir, lo que es amigo, esto es, su semejante, lo que parecía antes imposible. Además, amar lo que es bueno constituye un solo caso de amistad absoluta, y en todos los demás casos un principio de amistad solamente. En efecto, un bien no es amado nunca sino en vista de otro bien, la medicina en vista de la salud, la salud en vista de otro bien aún, y siempre lo mismo hasta el infinito, a menos que después de haberse elevado por grados de un bien a otro que le sea superior, la amistad encuentre un bien que ella ame por sí mismo, del que todos los demás bienes no son más que una manifestación, un solo bien digno de ser amado, principio y fin de la amistad.

He aquí una nueva idea, idea grande y verdadera: que existe un ser supremo que no es amado en vista de ningún otro bien, un bien que es nuestro verdadero amigo, puesto que a él es adonde va a parar en definitiva toda amistad. Más para quitar toda duda, Sócrates tiene necesidad de volver a la suposición precedente, de que el bien es amado en previsión del bien y a causa del mal. Porque si el mal engendra nuestra amistad por el bien, el bien no tiene existencia sino en relación con el mal, del cual es remedio. Supongamos por un momento que el mal llega a desaparecer; el bien entonces no tiene ya razón de ser, se hace inútil, desaparece y arrastra consigo la amistad. Para salvar el uno y el otro, es preciso admitir que el bien no es amado a causa del mal, sino en sí y por sí. Entonces la ausencia del mal no lleva consigo la del bien, y la amistad es siempre posible, con tal, sin embargo, de que con el mal no desaparezcan todo apetito y todo deseo; porque la amistad sin ellos no se comprendería ya.

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