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En la segunda parte intenta sentar los verdaderos principios del arte de la palabra, que los Tisias y los Gorgias habían convertido en arte de embuste y en instrumento de codicia y de dominación. A la retórica siciliana, que enseña a sus discípulos a corromperse, a engañar a la multitud, a dar a la injusticia las apariencias del derecho, y a preferir lo probable a lo verdadero, Platón opone la dialéctica, que, por medio de la definición y la división, penetra desde luego en la naturaleza de las cosas, proponiéndose mirar como objeto de sus esfuerzos, no la opinión con que se contenta el vulgo, sino la ciencia absoluta, en la que descansa el alma del filósofo.
Sin embargo, existe un lazo entre estas dos partes del diálogo. El discurso de Lisias contra el amor y los dos discursos de Sócrates son como la materia del examen reflexivo sobre la falsa y la verdadera retórica, que llena toda la segunda parte.
Nada hay que decir sobre el arte con que Platón hace hablar a sus personajes, sin que en el conjunto de su obra se desmienta jamás, ni una sola vez, su carácter. Los tipos de los diálogos son tan vivos como los de las tragedias de Sófocles y Eurípides. Nada hay más verdadero que el carácter de Fedro; de este joven, tan apasionado por los discursos, tan amante de todos los bellos conocimientos, tan pronto a ofenderse de las burlas de Sócrates contra su amigo Lisias, y, sin embargo, tan respetuoso para con la sabiduría de su venerado maestro. Nada más encantador que la curiosidad inocente con que pregunta a Sócrates si cree en el robo de la ninfa Oritía; o la franqueza generosa que le hace reconocer la vanidad de su curiosidad y confesar su ignorancia, sus preocupaciones y sus errores.