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FEDRO. —¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar a los oyentes lo que se ha dicho?

SÓCRATES. —Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte oratorio?

FEDRO. —Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.

SÓCRATES. —Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.

FEDRO. —Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.

SÓCRATES. —Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.

FEDRO. —Explícate más.

SÓCRATES. —Dime, si alguno encontrase a tu amigo Erixímaco o a su padre Acúmeno y les dijese: —Yo sé, mediante la aplicación de ciertas sustancias, calentar o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar evacuaciones por todos los conductos, y producir otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médicos a las personas a quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres amigos?

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