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PROTARCO. —¿Con qué intención haces esta pregunta, Sócrates?

SÓCRATES. —En lo que de mí dependa, Protarco, no quiero omitir nada en el examen del placer y de la pena, de lo que el uno y la otra pueden tener de puro y de impuro, a fin de que presentándose ambos a ti, a mí y a todos los presentes, desprendidos de todo lo que les es extraño, nos sea más fácil formar nuestro juicio.

PROTARCO. —Muy bien.

SÓCRATES. —Formémonos la idea siguiente de todas las cosas, que llamamos puras, y, antes de pasar adelante, comencemos fijándonos en una.

PROTARCO. —¿En cuál nos fijaremos?

SÓCRATES. —Consideremos, si quieres, la blancura.

PROTARCO. —Muy bien.

SÓCRATES. —¿Cómo y en qué consiste la pureza de la blancura?, ¿en la magnitud y en la cantidad?, ¿o consiste en aparecer sin mezcla, sin vestigio alguno de otro color?

PROTARCO. —Es evidente que consiste en estar perfectamente desprendido de toda mezcla.

SÓCRATES. —Muy bien. ¿No diremos, Protarco, que esta blancura es la más verdadera y al mismo tiempo la más bella de todas las blancuras, y no la que es mayor en cantidad y más grande?

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