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Sus performances se convirtieron en las más violentas del accionismo vienés, llevando al límite todo tipo de mutilaciones, heridas o vejaciones corporales, reales o simuladas. Brus abría sus carnes y hurgaba en sus heridas sometiendo su cuerpo a todo tipo de movimientos convulsos, como si estuviera en un estado catatónico. Sólo el cuerpo era el protagonista de la obra. El color pictórico era sustituido por las secreciones que él produce: sangre, orina, semen, excrementos etc., y el movimiento será la reacción de su propio organismo a los procesos de autotortura.

Buscaba transgredir los códigos éticos de conducta, así como explorar prohibiciones y tabúes sexuales, hasta no dudar en exhibir zonas de gran intimidad, como el ano o los genitales, y recurrir al travestismo, la defecación, el onanismo o el masoquismo. Si bien en sus primeras acciones primaba cierto caos y desorden, pronto necesitaría prepararlas de manera sistemática a través de esquemas, esbozos y dibujos a lápiz. Brus declaró su propio cuerpo como única fuente de expresión artística, y lo presentaba, a modo de naturaleza muerta, junto a objetos punzantes e hirientes, subrayando su fragilidad.

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