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Para que este trabajo llegara a publicarse tuvieron que ocurrir varias cosas. La primera condición es que don Manuel viviera lo suficiente como para poder escribirlo. Su pasión periodística y su espíritu crítico, a veces ácido, se desbordan en unos textos que sirven de crónica de una España quizás no tan distinta en muchos aspectos de la que habitamos actualmente. Hay que ver cómo se repiten algunos de los vicios nacionales y seguimos arrastrando males endémicos en la convivencia política, en la enseñanza y en las relaciones interpersonales. Pero la sinceridad del texto también es compatible con su elogio a personas que Manuel conoció de cerca, como Nicolás Salmerón, Miguel de Unamuno y tantos otros personajes del mundo político, intelectual y del periodismo del primer tercio del siglo XX.
Manuel Castillo dejó en sus memorias una semilla para el tiempo presente. Así, indica a sus hijos que, en ausencia de herederos, «el último que quede que disponga en su testamento que el albacea de verdadera confianza y de completa garantía moral, para que se cumpla su voluntad, emplee todo lo que dejéis […] a una obra social de cultura que perpetúe nuestro nombre», en forma de premios que estimulasen a «estudiantes de modesta posición económica» y «para estímulo de los demás, y, así, aunque los favorecidos no nos conozcan, por lo menos al recibir ese beneficio, sabiendo que su origen procede de una familia laboriosa y modesta, dentro de la profesión docente».