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El río cuando crece bajo el empuje del sudeste disgrega su masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los bajíos con meandros improvisados sobre la arena, en una acción tan minúscula que es ridícula y desdeñable para el no avezado que ignora que ese río es el anticipo de la inundación. Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmo, que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal…

Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hábito áspero en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y averías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora.

Hermanados en el mismo grito y en la misma fe, iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el sustrato de nuestra idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulo. Era el de nadie y el sin nada, en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por la misma verdad que una sola palabra traducía.

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