Читать книгу El no alineamiento activo y América Latina. Una doctrina para el nuevo siglo онлайн

90 страница из 118

Después del 11/9 la estrategia de la primacía, que se alcanzó a esbozar en 1991 y abortó en 1992 durante el gobierno de George Bush, se plasmó definitivamente en la política exterior y de defensa estadounidense. La primacía remite a un tipo de gran estrategia que puede sintetizarse así: una potencia no consiente ni tolera el ascenso y la consolidación de una potencia competidora de igual talla. Se trata, básicamente, de que el más poderoso pretende afirmar y sostener su preeminencia. Estados Unidos, durante los dos mandatos del presidente George W. Bush, desplegó una primacía agresiva: ataques preventivos, unilateralismo frecuente, desdén hacia los foros multilaterales, recurso expansivo de la fuerza, y aumento de los gastos militares.

El presidente Barack Obama ensayó, durante sus dos mandatos, una primacía calibrada: un multilateralismo ocasional, más consultas con los principales aliados de Washington, repliegue paulatino en algunas guerras como la de Irak, mayor empleo de ataques con drones y recurso a las ejecuciones extrajudiciales en el exterior, y presupuestos de defensa menos abultados que su antecesor. El presidente Donald Trump implementó una primacía ofuscada. Recurrió a una suerte de diplomacia de la sumisión en la que persuadir era fútil y chantajear resultaba imprescindible. Anunció y aplicó un unilateralismo pendenciero; descreyó y rechazó los ámbitos multilaterales; amenazó y apeló al uso de la fuerza (elevó el involucramiento estadounidense en Yemen, expandió las operaciones militares en Somalia, lanzó 59 misiles Tomahawk en Siria, arrojó la llamada “madre de todas las bombas” no nuclear (MOAB en su sigla en inglés) sobre Afganistán; valoró y aumentó los gastos militares, y desechó y despreció a muchos aliados históricos. Cabe destacar en este abreviado recorrido de la grand strategy que burocrática, recursiva y políticamente fue elevándose el lugar y el rol del músculo militar por sobre el tacto diplomático a pesar de un mediocre récord al no poder convertir el enorme arsenal militar en victoria política (en Irak, Afganistán, Somalia, Libia, Siria). Ese desbalance se puede apreciar al examinar comparativamente a las Secretarías de Estado y Defensa. En ese orden de ideas, vale la pena recordar que los primeros secretarios de Defensa de Trump y Biden han sido, respectivamente, los generales Jim Mattis y Lloyd Austin; algo que no sucedía desde 1950 cuando el presidente Harry Truman nombró al general George Marshall al frente del Pentágono.

Правообладателям