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Sin duda, este público es deseado por el espectador o el mismo testigo. Si el lector solitario experimenta confusamente la realidad de un público invisible, si tiene la conciencia de adherirse a una secreta sociedad de la que la obra es la contraseña, o de cooperar en una cultura de la que la obra es a la vez objeto e instrumento, esta consciencia responde a una necesidad suya: la emoción estética tiende a comunicarse y expandirse; busca sus confidentes y sus testigos. Y también sus garantías: la exigencia de público corresponde a una preocupación de seguridad; el juicio del gusto que ratifica y concluye la experiencia estética no se siente seguro de sí mismo si no tiene sus responsables; el homenaje de un público o de una tradición es, de hecho, el mejor patronazgo.

Pero es la obra la que desea y suscita este público. Tiene necesidad de él. Y sin embargo ¿acaso un testigo no es suficiente? Desde luego que sí, pero como el sentido de la obra es inagotable, el objeto estético gana con una pluralidad de interpretaciones. La lectura del sentido nunca se agota y el público siempre puede ampliarlo al multiplicarse. Ciertamente, si la obra es insaciable, no lo es al modo como pueda serlo el objeto cuyas determinaciones que le relegan al mundo exterior no se agotan nunca, ni como un hecho histórico, respecto al cual, incluso aunque la materia esté incontestablemente aclarada (Juan Sin Tierra estuvo aquí…), el sentido siempre pude de ser puesto en tela de juicio ya que no puede comprenderse perfectamente más que en conexión con la totalidad histórica; pues la obra se destaca, por el contrario, de su contexto espacio-temporal: se halla en el espacio y en el tiempo universales como si instituyese un espacio y un tiempo que le fueran propios. Más bien habría que decir que la obra se muestra inagotable al modo como lo pueda ser una persona.

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