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No se trata tampoco de que goce de una libertad desconcertante: no posee el carácter sospechoso de la mentira, ni los rasgos imprevisibles de un acto libre, la obra siempre permanece igual a sí misma. Pero el rostro que vuelve hacia nosotros, como si fuese un rostro humano, parece expresar siempre algo que va más allá de lo que nosotros podemos captar. Y sospechamos ya por qué; es que su sentido no se agota en lo que ella representa, y que podría ser definido, resumido, traducido, como la significación objetiva de un objeto inteligible, de la misma manera que se agota el sentido de un lenguaje prosaico. Lo que la obra representa no se entrega más que a través de lo que ella expresa, e incluso la expresión, aunque sea inmediatamente captada, continúa siendo inabarcable.

Pero lo más importante aquí es que el objeto estético gana en su propio ser con esta pluralidad de interpretaciones que se conectan a él: se enriquece a medida que la obra encuentra un público cada vez más amplio y una significación más numerosa. Todo ocurre como si el objeto estético se metamorfoseara, como si creciese en densidad o en profundidad, como si algo de su ser se transformase por el culto al que se le somete y del que es objeto central. No podemos, en consecuencia, decir con Sartre que sea indiferente para la obra el sobrevivir a su autor y merecer una «inmortalidad subjetiva»; esto solo sería indiferente para el propio autor que ya no estaría allí para felicitarse por ello. Pues esta inmortalidad no es solo consagración, sino también enriquecimiento. Y no creemos que esto desintegre la obra ni que la vuelva inofensiva: la obra que no muere continúa obrando; quizás, desde luego, no de la misma manera que la obra reciente, compuesta por un autor vivo y para un público vivo, y que a veces opera como un auténtico explosivo, pero sí que continúa siendo eficaz su potencialidad ya que obra en profundidad invitando al hombre a ser y no a hacer sin más e inmediatamente: es un poco como la diferencia que existe entre el panfleto político y la obra literaria. Por ello podemos decir que el público continúa creando la obra al añadirle nuevos sentidos, como si el respeto y el fervor que se siente ante una obra de arte fuesen en sí mismos creadores. ¿No puede desde luego afirmarse que esto es lo que ocurre también en las relaciones interhumanas? Lo que esperamos de nuestro amigo, lo que nuestra amistad espera de él, es que sea él mismo, y termina por serlo: así la obra se asegura a sí misma y se enriquece por la conjura del público.

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