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Mas ¿cómo suscita la obra a este público? ¿Cómo justificar, por otro lado, que un público pueda constituirse y funcionar como tal incluso cuando las circunstancias de la percepción estética no nos lo hacen visible? Antes que nada, hay que tener en cuenta que este público no es esencialmente una reunión de individuos, dado que no es la extensión indefinida de las relaciones de un tú y un yo, sino la afirmación inmediata de un nosotros. Incluso en el teatro, las miradas no se enfrentan ni se miden, el proceso dialéctico del reconocimiento no se desencadena; las miradas permanecen fijas sobre el escenario y no se cruzan más que allí. El otro no se nos aparece en su singularidad provocadora sino como lo semejante, cuyo ser se reduce al acto personal que realiza en común con nosotros. Por el contrario, si permanecemos, aunque solo sea un momento, atentos a nuestro vecino, se convierte en el individuo concreto cuya presencia nos molesta, cuyas reacciones son distintas a las nuestras y sospechamos por ello que no ha debido entender nada de la obra: el público se diluye para dejar paso a una relación mutua de consciencias que funciona a otro nivel. El grupo no es un grupo «esencialmente social» salvo si, como dice Aron, se sobrepasan las relaciones de un tú y un yo. Y precisamente el objeto estético permite al público constituirse como grupo porque se halla ante una objetividad superior que vincula a los individuos y les obliga a olvidar sus diferencias individuales. Si el grupo implica, en tanto que social, un sistema de sentimientos, de pensamientos o de actos, al que el individuo se adhiere como sometiéndose a una norma exterior, el público es un grupo característico: constituye una comunidad real, fundada no sobre la objetividad de una institución o un sistema de representación, sino sobre la objetividad eminente de la obra. La obra nos obliga a reconocer nuestra propia diferencia, a hacernos semejantes a nuestros semejantes al aceptar, como él, la regla del juego de «ver» y casi de «admirar»; aquel que ronca en un concierto en lugar de escuchar, o el que se encoge de hombros en una exposición de pintura en vez de mirar, rompe el pacto que constituye el público, mientras que se sitúa al margen, como diremos más tarde, de la experiencia estética. La objetividad de la obra y la exigencia que comporta imponen y garantizan la realidad del lazo social.

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