Читать книгу Aquello sucedió así онлайн

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Al estar nuevamente internada e ir recordando etapas anteriores, me sentía feliz con esta cierta independencia, que te permitía salir y entrar a tu acomodo, sin tener que dar explicaciones. Un portero uniformado, Habencio, vigilaba la puerta sin entrometerse en nuestras andanzas. Venía a mi mente la estancia en el colegio, en donde todo era prohibitivo. Recuerdo un domingo por la tarde: a través de los cristales atisbaba la plaza de San Agustín cuando acierta a pasar por allí la superiora, quien, retirándome bruscamente, exclama: «Una colegiala no debe asomarse al balcón. Escriba esa frase diez veces». «Oiga, pero si…». «Por replicar, escríbalo veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.


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