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Consigo dormir tres horas. Y, en cuanto me despierto, lo vuelvo a notar. Eso que casi siempre me acompaña de forma permanente.

Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo de vida que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

Es el Victimismo.

Cuando uno se hace la víctima, tras un período de tiempo extraordinariamente corto se cumplen sus peores pronósticos. Como he pasado largas etapas dejándome llevar por esa actitud, logra adueñarse de mí de ciertas maneras que consiguen instalarme con mayor firmeza en ese infierno construido por uno mismo que es el papel de víctima.

De pequeño me pasaron cosas, me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo ya era intrínsecamente malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que ésa es mi verdad. Que siempre lo ha sido. Que siempre lo será.

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