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Por otra parte, el PIB per cápita y la productividad del trabajo han mostrado en España, ya desde 1970, divergencias notables en su evolución, que no tienen paragón en las primeras potencias europeas (gráfico 3). Ello se debe a tres factores. El primero, la importancia ya señalada del cambio demográfico; el segundo, la dificultad para absorber la oferta creciente de trabajadores en actividades y empresas de elevada productividad, y el tercero, la peculiar organización del mercado de trabajo español, que concentra su flexibilidad en la contratación temporal, de fácil ajuste en momentos recesivos.
Así, en los años de expansión que han seguido a la entrada de España en la Europa comunitaria y a la adopción del euro, el PIB per cápita ha mostrado un crecimiento sensiblemente más intenso que la productividad. Lo contrario ha ocurrido en las etapas de recesión, en las que el empleo por habitante se ha reducido, haciendo aumentar más la productividad que el PIB per cápita. Los salarios reales –y los márgenes empresariales de los sectores más protegidos de la competencia– se han resistido en estas ocasiones a suavizar su crecimiento, impulsando al alza la productividad del trabajo a través de un costoso proceso de descenso en el empleo, que ha implicado la desaparición de los establecimientos productivos más débiles. Este comportamiento anticíclico de la productividad del trabajo en España durante las crisis es enormemente singular entre los países avanzados. Con todo, no parece que se haya vuelto a repetir durante la recesión de 2020 debida a la pandemia, gracias a la aplicación de medidas para sostener el empleo (ERTE).