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Otra extensa revisión del marco jurídico-mercantil animará tanto los movimientos de los inversores extranjeros como las propias iniciativas domésticas: la Ley de Ferrocarriles (1855), la de Sociedades Anónimas de Crédito (1856), la de Bancos de Emisión (1856); hasta enlazar con las novedades legislativas de la revolución septembrina: Ley de Bases de la Minería de 1868, Arancel Figuerola en 1869 y de ese mismo año la Ley de Sociedades Anónimas (que sustituye la restrictiva norma equivalente que databa de 1848), otorgándose también a la peseta su condición de moneda nacional de curso legal (octubre de 1868).

Se ha insistido siempre en las costosas contrapartidas que impusieron los inversores extranjeros. De manera particularmente sugestiva, NADAL ha puesto en relación las condiciones exigidas por el capital foráneo con la «quiebra de las arcas públicas»; esto es, con la escuálida y siempre apremiada Hacienda española, que no dudará en compensar indirectamente a los acreedores extranjeros que acuden en su auxilio, franqueándoles la entrada que conduce a la toma de posiciones dominantes o privilegiadas en los ferrocarriles, en las sociedades de crédito, en la minería. Pero lo que no conviene olvidar nunca es que una parte sustancial del capital social fijo y del equipamiento industrial del país, en la segunda mitad del ochocientos, no habría sido factible sin el concurso de capitales extranjeros, como en su día apuntaran VICENS y SARDÁ. Y es difícilmente rebatible esta última afirmación, por más que pueda argumentarse la parvedad de los efectos en una u otra dirección («efectos de arrastre» y «efectos hacia adelante») de la construcción de la infraestructura ferroviaria y de la expoliación de las reservas metalíferas de España, al considerar la escasez de pedidos a las plantas fabriles nacionales, la casi nula transformación de los minerales o la reducida demanda de transporte años después de haberse completado los primeros ejes radiales ferroviarios.

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