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Y, si antes se decía que el progreso es un producto optimista de la razón, algo semejante se aplica a la política social y a los servicios sociales. Su historia, en la práctica, muestra la creciente ampliación de sus fines, de sus medios y de sus propios logros. Ningún sector concreto del pasado que se analice resiste la comparación con los niveles de las prestaciones y garantías que son predominantes hoy. Es una prueba de las ambiciones de la justicia social en las sociedades democráticas. Piénsese, por ejemplo, en la salud. La política social en la protección de la salud nació con unas prestaciones mínimas, prácticamente la atención a situaciones de extremada gravedad ocasionadas en el trabajo. Un siglo después, la atención es universal a todos los ciudadanos –es decir, desvinculada de la relación laboral– y alcanza desde el nacimiento –que hoy ya no tiene lugar en los domicilios, sino en centros de salud y hospitales públicos– a las enfermedades crónicas, actividades de prevención, todo tipo de cirugías, enfermedades mentales graves, ciertas atenciones psicológicas y odontológicas, entre la variedad de prestaciones sanitarias que pudieran señalarse.

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