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En 1971 emigré con mi familia a España en busca de otros horizontes. Allá terminé el colegio, mi familia volvió a Chile y yo me quedé a estudiar medicina.
Al terminar la carrera en la Universidad de Navarra, mi plan estaba lejos de la pediatría. De hecho, mi peor nota en ramos clínicos fue en pediatría que me parecía, además, uno de los más aburridos. Quería especializarme en medicina interna, pero era una época complicada para esa generación de profesionales en España y, como yo hablaba inglés, supuse que lo más razonable era irme a Estados Unidos aunque sabía que, en ese proceso de selección, mis posibilidades de una formación de excelencia se ampliaban si postulaba a pediatría en vez de escoger medicina interna. Decidí entonces dividir mis opciones entre ambas especialidades y, al final, una tómbola determinó que mi próximo destino fuera convertirme en pediatra en la Universidad de Georgetown, en Washington. Tendría ahí dos experiencias que me revelaron a la oncología como mi vocación elemental, algo de lo que jamás he dudado.