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Aprendí también con esas familias que, por mucho que yo intentara, nunca podría ponerme en su lugar. Mi visión, de hecho, era la más obvia. Que no siguieran, que no los hicieran sufrir más, que los dejaran partir. Tengo incluso que reconocer que, a pesar del interés del hospital por hacer estudios que quizá no le iban a servir a esos niños pero sí a otros, en muchos casos presioné a los padres a escuchar a sus hijos y que desistieran como ellos pedían, para evitar que les quitaran el tiempo bueno que les quedaba en busca de una cura que, yo sabía, no iba a venir. A lo mejor fui cobarde, pero preferí que esos estudios los hicieran otros y ya me aprovecharía yo de sus resultados.

Ese año vi morir a muchos niños y aprendí a construir esa mezcla de empatía y firmeza que buscaba y es necesaria para intentar guiar a las familias en este proceso tan doloroso. Había avanzado en lo que anhelaba desde esa primera vez como médico frente a un niño con cáncer, sin duda. Creí, incluso, que sabía lo necesario. Pero era joven y los años me demostrarían que, por esos días, entendía todavía muy poco.

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