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Llevaba cerca de un mes como hematólogo oncólogo pediatra en la Universidad Católica cuando me llamaron del laboratorio.

−Doctor, recibimos un hemograma de un niño y pensamos que tiene leucemia. ¿Puede venir a mirarlo, por favor?

El laboratorio estaba en el primer piso de un antiguo edificio de la Escuela de Medicina. Era amplio, luminoso y tenía un mesón central donde nos sentábamos a mirar exámenes al microscopio. Lo primero que hice fue fijarme en el recuento de glóbulos blancos del paciente: 50.000 por mm3, cuando los parámetros normales indican hasta 10.000. Al asomarme al microscopio la vi inmediatamente. Estaba ahí la sábana de células grandes y malignas que temíamos. El diagnóstico era leucemia mieloide aguda. Revisé luego la orden del examen. El paciente tenía cuatro años.

En la orden estaba el nombre y el teléfono de la otorrinolaringóloga que había pedido el examen. Me explicó que el niño había consultado por una faringitis con fiebre y amígdalas muy hinchadas. Le había administrado antibióticos pero ni la fiebre había cedido ni las amígdalas se habían desinflamado. Por una vaga sospecha le había tomado un hemograma. Me dio el número de los padres y los llamé para decirles que necesitaba verlos urgente. Había aprendido ya algunas lecciones sobre cómo dar una mala noticia. Una de ellas era que nunca se dan por teléfono.

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