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Era una agonía remar, desde un extremo hasta el otro, en que el viento aun dormía, este por lo general se levantaba, al salir los primeros rayos de sol.

En el invierno se nos helaban las manos, por lo que las sumergía en el agua, para recuperar el flujo sanguíneo de los dedos.

Algunas veces, después de la calma llegaba el viento norte, que era nuestro enemigo y verdugo, este entraba por el lado norte de la bahía, muchas veces acompañado por la lluvia, por lo que en una media hora teníamos el temporal encima y eso no era un buen presagio, cuando esto pasaba, era un día de trabajo perdido.

Una vez naufragué, con mis compañeros de la embarcación, en la mitad del regreso a casa, el viento norte y las marejadas, se hicieron sentir en toda su magnitud, en pleno invierno, mientras nosotros navegábamos en contra de este, haciendo maniobras de sotavento, para tomar el viento y subir.

Ahí se ponía a prueba la pericia del capitán al mando del timón, mientras, la lluvia y las marejadas formaban un techo sobre nuestras cabezas, no había tiempo para el miedo, ni sentir el frío que se colaba, entre nuestras ropas mojadas.

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