Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas a darme la mano?

—Sí. Sabes lo que pienso de ti.

—Estás loco, Nick —dijo—. Totalmente loco. No sé qué te pasa.

—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste a Wilson aquel día?

Me miró sin decir una palabra y supe que no me había equivocado a propósito de aquellas horas perdidas. Traté de dar media vuelta, pero me cogió del brazo.

—Le conté la verdad —dijo—. Se presentó en la puerta cuando estábamos a punto de irnos y, cuando mandé que le dijeran que no estábamos, intentó subir por la fuerza. Estaba lo suficientemente loco como para matarme si no le hubiera dicho quién era el dueño del coche. En la casa no soltó ni un momento el revólver que llevaba en el bolsillo —se interrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se lo dije? Ese individuo recibió lo que se merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.

No había nada que yo pudiera responderle, salvo lo indecible: que no era verdad.

—Y si crees que no he tenido mi parte de sufrimiento… Mira, cuando fui a dejar el apartamento y vi la maldita caja de galletas para perros en el aparador, me senté y lloré como un niño, Dios mío, fue terrible…

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