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Volvimos deprisa a los coches, bajo la lluvia. Ojos de Búho habló conmigo en la puerta:

—No he podido ir a la casa.

—No ha podido ir nadie.

—¡No me diga! —estalló—. ¡Dios mío! Iban a cientos.

Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas, por dentro y por fuera.

—El pobre hijo de puta —dijo.

Uno de mis recuerdos más vivos es la vuelta al Oeste desde el colegio y, luego, desde la universidad en navidades.

Los que seguían viaje más allá de Chicago se reunían en la vieja Union Station a la seis de una tarde de diciembre con algunos amigos de Chicago que, sumergidos ya en la alegría de las fiestas, acudían a despedirlos. Recuerdo los abrigos de piel de las chicas que volvían del colegio de miss Tal o miss Cual, y las charlas entre el vaho helado de la respiración, y las manos que se levantaban a saludar cuando veíamos a viejos amigos, y cómo comparábamos nuestras listas de invitaciones, «¿Vas a la fiesta de los Ordway, de los Hersey, de los Schultz?». Y los billetes del tren, alargados y verdes, bien apretados en las manos enguantadas. Y, por fin, en la vía, cerca de la entrada, los lóbregos vagones de la línea Chicago, Milwaukee y Saint Paul, que nos parecían alegres como las mismas navidades.

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