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—¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.
—Ah.
—Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en Oggsford supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.
Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.
—Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.
—Muy bien, entonces venga.
Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No puedo… No puedo mezclarme en eso —dijo.
—No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.
—Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.