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Su tono me hizo desconfiar.

—Usted vendrá, por supuesto.

—Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que llamaba era porque…

—Espere un momento —lo interrumpí—. ¿Vendrá o no?

—Bueno, el hecho es que… La verdad es que estoy con alguna gente en Greenwich, y quieren que mañana pase el día con ellos. Hay un picnic o algo por el estilo. Pero, sí, haré lo posible por escaparme.

No pude contener un «ya, seguro» y debió oírme porque continuó, nervioso:

—Bueno, he llamado porque me dejé ahí un par de zapatos. No sé si sería mucha molestia mandármelos con el mayordomo. Son unas zapatillas de tenis y me siento como desvalido sin ellas. Mi dirección es B. F….

No oí el resto del nombre porque colgué.

Después de aquello sentí cierta vergüenza por Gatsby: un señor al que llamé por teléfono insinuó que había recibido su merecido. La culpa fue mía, porque era uno de los que, envalentonado por el licor de Gatsby, solía hablar de Gatsby con más desdén, y yo tendría que haber sido lo suficientemente listo como para no llamarlo.

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