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Era el padre de Gatsby, un anciano solemne, desolado y confundido, que se protegía del caluroso día de septiembre con un largo abrigo barato. Los ojos no dejaban de lagrimearle por la emoción, y cuando le cogí la maleta y el sombrero empezó a tirarse con tanta insistencia de la barba gris y rala que me costó trabajo quitarle el abrigo. Estaba a punto de derrumbarse, así que lo llevé a la sala de música y lo obligué a sentarse mientras mandaba que le trajeran algo de comer. Pero no podía comer, y el vaso de leche se le derramó en la mano temblorosa.

—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogía todo. Me vine enseguida.

—No sabía cómo localizarlo.

Sus ojos, que miraban sin ver, recorrían incesantemente la habitación.

—Fue un loco —dijo—. Tenía que estar loco.

—¿Le apetece un poco de café? —le insistí.

—No quiero nada. Ya estoy bien, mister…

—Carraway.

—Ya estoy bien. ¿Dónde han puesto a Jimmy?

Lo llevé al salón, donde yacía su hijo, y lo dejé allí. Unos chiquillos habían subido los escalones y se asomaban al vestíbulo; cuando les dije quién acababa de llegar, se fueron de mala gana.

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